El humo del incienso corría hacia la ventana abierta, dejando a su paso un sutil olor a sándalo. La cortina entre abierta dejaba caer la luz de la farola de la calle; densa, como en un acto espiritual. Las sábanas, perfectamente estiradas, esperaban ser testigos de una gran batalla. Las esposas plateadas pendían junto a su llave, amarradas a uno de los lados de la cabecera. La emboscada estaba lista.
Parada a un lado de la cama ella lucía majestuosa. Vestía un corsé de encaje azul turquesa que resaltaba lo moreno de su piel y que acompañaba con una brevísima tanga negra que acomodó por encima de su clítoris despacio pero fuerte, de tal forma que la presión la hizo ponerse cachonda y frotarse varias veces la vulva, así una y otra vez hasta que acabó en el borde de la silla que fue lo primero que tuvo para montar a la mano.
Una vez que alcanzó el placer suficiente para sentirse satisfecha, se abrochó el liguero a la tanga y tomó del centro de la cama un par de medias negras de seda que se puso acariciándose las piernas, pensando la manera en como él lo haría también. Se dirigió al espejo y se observó. Terminó de arreglar su cabello, se maquilló como si fuera a salir a bailar por la noche -con las mejillas ligeramente rojas, sombras y pestañas postizas-, al final tomó un pequeño frasco y disparó el atomizador hacia su pecho dejando una ligera capa de brillo en la piel. Tomó una copa de licor de anís, caminó a la ventana y miró la luna por un rato hasta agotar el contenido. Miró la hora en su teléfono y se dio cuenta de que no tardaría en llegar. Se puso unos tacones negros altos, un poco de perfume y un abrigo negro que cerró por completo. Dieron las ocho, terminó de ponerse los guantes y esperó.
Se escuchó el ruido de un auto que se estacionó justo enfrente y los pasos de alguien que nunca dudó en entrar y cerrar la puerta de un golpe. Un hombre alto de bastante buen aspecto apareció, llevaba en las manos un abrigo ligero y una boina negra que se quitó apenas llegó, dejando ambos objetos colgados en el perchero, el olor a almizcle que podía olerse a diez centímetros de su cuerpo, dejaba ver que era un hombre al que le gustaban los detalles. Lo sorprendió ver sobre la pequeña mesa de madera del recibidor, una botella de whisky, un vaso y un sobre con su nombre que le invitaba a ver el contenido.
—Deja tu ropa afuera— Fue el único mensaje que leyó al leer el contenido del sobre.
En menos de un segundo una ráfaga de calor se apoderó de su cuerpo y apuró de un sólo sorbo la bebida. Comenzó a desnudarse y su pene erecto agradeció verse liberado del yugo de las ropas que le impedían elongarse.
Entró al cuarto en el que ella le aguardaba impaciente. En penumbra, la luz cenital de la ventana, sólo lo dejó ver en el centro de la cama un tarro transparente con aceite que parecía aguardarle. En un acto rápido, como quien caza a su presa, ella lo abrazó por detrás y cuando él quiso voltear, ella se aferró con fuerza a su cuerpo —No voltees, voy a cerrarte los ojos— le dijo con firmeza. Él cedió y ella amarró sus ojos con una venda tan fuerte como pudo. Lo guió hasta sentarlo en la silla de madera que había usado tiempo antes y colocó sus manos a los lados en el borde. A ella le seducía la idea de montarlo pero esperó, se quitó el abrigo y lo dejó caer sobre las piernas de él para que supiera lo que estaba haciendo, acercó lo más que pudo su cuerpo pero sin tocarle. Contonéandose, delineó suavemente con las yemas de los dedos su boca, recorrió su cuello, pecho y el costado derecho de su cuerpo. Sin decir una palabra lo besó y empezó a mordisquear suavemente sus labios. Agitado, quiso tocarla pero ella lo contuvo con un movimiento bien firme colocando sus manos a los lados de la silla, como diciendo no te muevas, obedece. En su lugar, dejó que su boca sintiera sus senos erectos y el encaje de la ropa. Un cosquilleo que parecía venir con contracciones desde el ano se apoderó de su pene que terminó de endurecer. Al percatarse, ella jaló su mano para invitarlo a la cama. Recostado, amarró sus manos a la cabecera de la cama con delicadeza y lo montó. Tomó el frasco y esparció el contenido por su pecho, hombros, brazos, ingle, caderas, piernas hasta que llegó a los pies. Su vulva húmeda y caliente, la hizo sentir ansiosa, así que chupeteó con la lengua el glande de aquél hombre mientras que con su mano derecha tomó firmemente su pene llevándolo de arriba a abajo despacio, poco a poco haciendo el movimiento cada vez más rápido, él se estremeció de tal manera, que sin proponérselo, comenzó a segregar generoso aquél fluido transparente y vital que anticipa la explosión. En ese instante ella se detuvo, subió por encima de su cuerpo dejándole la vulva a unos centímetros del rostro y le soltó las manos. A él le vino una alegría incontrolable y la llevó a su boca apretándole las nalgas, succionó y jugó con la lengua por un tiempo, hasta que la ansiedad por poseerla logró que jalara con fuerza del listón que le sujetaba la ropa y lograr que al fin se quedara desnuda.
Ella sonrió. Tapó sus pechos, dio unos pasos alrededor de la cama alejándose de él y dándole la espalda se quitó con suavidad los zapatos, desabrochó el liguero que llevaba encima y se quitó las medias acariciándose y contoneando el cuerpo como cuando se las puso. Se tumbó en calzones a un costado de la cama, tomó la botella y dejó caer un chorro de aceite en sus pechos masajeándolos y viéndolo a los ojos como invitándolo a unirse. Él se abalanzó sobre ella y le besó los labios, al tiempo que le recorría con las manos el pecho y mordisqueaba con suavidad sus pezones. Jugaron por un tiempo los cuerpos aceitados, disfrutando del placer que da la piel caliente, húmeda. Cuando sintió su vulva hinchada, ardiente, apretó las manos de su amante y lo montó de nuevo. Esta vez frotó el pene de aquél hombre en su vulva humedecida, haciendo ligeros movimientos con su cuerpo de atrás para adelante y dando ligeros golpecitos con el miembro erecto con tal fuerza, que casi la hicieron explotar. Lo penetró y él le tomó con fuerza las caderas.
La tibieza y humedad del que es indudablemente bienvenido, el calor, la sensación de estar atrapado en ese entorno suave, lo hizo sentir que alcanzaba el cielo. Una poderosa energía se apoderó de ella que siguió bailando. Su cuerpo experto daba vueltas en círculo, salía y entraba, iba de atrás para adelante. Gimieron incontrolables. Él extasiado la veía y comenzó a pellizcar cuanto podía sus pezones y a darle fuertes palmadas en las nalgas. A ella, el dolor le hizo entregarse con más fuerza a la danza, hasta que el fuego la hizo presa. Se transformó. Su cuerpo se fundió en la luz de la ventana que había dejado entre abierta. Se convirtió en felicidad, en gozo. Renació en mujer serpiente, su útero latió con fuerza y él lanzó un grito al estallar. Casi dormidos, con los cuerpos pesados, envueltos en un fuerte abrazo, el sonido de una alarma los hizo regresar a la tierra. Sin decir nada se vistieron y cerraron la puerta. Se subieron a un coche y mientras él manejaba, ella sacó su celular para escribir —Ya vamos a la casa, ¿los niños ya cenaron?—
Karina Lara